[Contexto: Estoy trabajando como voluntario en un internado para adultos con discapacidades severas en Petergof, a las afueras de San Petersburgo]
De los cinco pisos de una de las alas del internado solo conozco los primeros cuatro, aunque la rutina que mantengo me hacen visitar dos constantemente: el segundo piso, donde están los espacios para voluntarios y las salas de clases, y el tercero, el piso mixto para jóvenes. El cuarto piso corresponde a mujeres, la mayoría de la tercera edad, por lo que el quinto debería corresponder a su contraparte.
La primera vez que visité el cuarto piso fue cuando fui junto a mi supervisora a buscar a una de les pacientes que tiene asignada para asistir a la clase de arte. La segunda vez es donde quiero comenzar esta historia. No recuerdo las razones pero estaba junto a L., una voluntaria que trabaja exclusivamente como ayudante en la sala de arte, yendo a buscar a alguien. Las habitaciones siempre son compartidas por lo que cuando A. nos vio yendo a por su compañera de cuarto, nos dijo, ejem, le dijo a L., en un ruso que sé fue difícil de entender, que ella quería ir pero que hoy iba a venir su mamá. En ese momento no lo sabía pero la gente con la que la fundación trabaja son personas que no reciben visitas de sus familias, pero eso fue exactamente lo que pensé en ese momento. Ella está esperando por alguien que no vendrá nunca. Me dio una pena infinita pensar que quizás había sido abandonada, como lo son gran parte de los internos. Afortunadamente este no fue el caso. A los cinco minutos llegó su mamá, con quien L. tuvo una breve conversación sobre la posibilidad de permitir que asista a las clases de arte.
Lo peor es que entiendo la razones que alguien puede tener para no visitarlos. Y es que ser cuidador·a es súmamente desgastante y privativo. Cohabitar con personas que tornan la vida cotidiana en estrés constante sólo puede desembocar en miseria. Al menos sin una red de apoyo suficientemente grande para que existan espacios de descanso.
K. es uno de las personas que tengo asignadas. Lo conocí antes de saber que sería uno de mis guys, como los llaman los otros voluntarios. Lo primero que hizo cuando lo fui a saludar fue mostrarme el libros de fotos que siempre trae consigo. Y cuando digo siempre es siempre. Hace poco cuando le estaba cambiando la ropa, dejaba el libro a un lado por unos momentos solo para retomarlo nuevamente apenas tuviera la oportunidad. Es un libro pequeño, doblado y desgastado por todo el trajín, con fotos de su familia, fotos de él y de/con sus sobrinos. Fotos donde se le ve feliz, en un fuerte contraste con K. hoy en día, consumido en sí.
A veces me pregunto si la Yaya o la Mari, cuando estaban internadas, pensaron en mí. Prefiero pensar que no.