Encontré, mediante un toot de un amigo francés que conocí en São Paulo años atrás, un libro llamado “N’etudiez pas les pauvres et les sans-pouvoir: tout ce que vous direz sera utilisé contre elle.ux” (“No estudies a los pobres y los sin poder: todo lo que digas será utilizado en tu contra”). Y debo admitir que estoy hookeado porque el chisme académico está buenísimo. Pero eso no quiere decir que no tenga conciencia de la problemática que expone. Y es un tema que sé que muchos de mis amigos en las Ciencias Sociales conocen: lo problemático de hacer del otro un objeto de estudio para beneficio del investigador. Y es esta la razón por la que no voy a indagar mucho sobre las comunas rusas pero sí les quiero compartir mi experiencia en ellas.

Primero que todo, no me refiero a comunas como una entidad administrativa, como es el caso en Santiago. Acá comunas remite exclusivamente a casas de vida en común. Pero no hablo de los antiguos apartamentos burgueses en San Petersburgo que hoy comparten varias familias. Aunque es posible que de ahí provengan. Y la verdad es que ya ha pasado tiempo desde que me alojé en una, así que voy a transcribir aquí la nota que escribí en mi teléfono con comentarios entre corchetes del yo actual.

Tengo demasiadas dudas sobre la historia de las comunas porque tengo la leve idea que guardan cierta relación con la comuna de Paris [No, no la tiene. No tenía acceso a internet cuando escribí esto] y, por extensión, con el comunismo en sí. Y aunque la idea no es nueva y conozco paralelos en iniciativas santiaguinas, las comunas rusas tienen consciencia de sí en tanto entidades político-económicas y se organizan entre ellas. Son espacios de cohabitación, cooperación y ayuda mutua pero por sobre todo son espacios de escape de un sistema económico deshumanizante. Una de sus características más loables es su intención comunitaria: las comunas organizan eventos constantemente para beneficio local, quizás incluso vecinal. Como bien lo insinuó N., un miembro de la primera comuna donde me alojé, son espacios de combate contra las perversiones del capital, sobre todo contra la soledad.

Llegué a la comuna hace unos días mediante couchsurfing. Un host me comentó que no podía alojarme porque estaba en Vietnam pero que una amiga de él podría hacerlo. Hablé con ella mediante Telegram y, para no perderme, me envió fotos de la puerta del edificio y del apartamento. “Мы не секта” (No somos una secta) rezaba la puerta de entrada a la comuna. Y claro que la curiosidad fue más fuerte y me quedé ahí.

Hay algo respecto a la exteriorización del mundo interno que considero particularmente cautivadora. Porque también he tenido esa necesidad, esa pulsión. ¿Y no es acaso este blog prueba de ello? El apartamento era en sí mismo un collage, creado con materiales mixtos, desde juguetes a figuras religiosas, libros, pintura y recortes. Era un caos que escondía el orden que permitía mantener la vida de sus habitantes en pie.

Allí es que conocí a N., la imagen cliché de un ruso: blanco, rapado, con cara de estar malhumorado constantemente. Pero como todos los clichés, la realidad es diametralmente distinta. A pesar de una comunicación mediada por apps de traducción, pudimos mantener una conversación cercana y honesta. Me habló de su trabajo en una funeraria donde es una de las personas que lleva los ataúdes a su entierro. Me habló también de las comunas, del anillo de los jardines que divide Moscú entre quienes ostentan poder y quienes carecen de él. Me comentó también las razones tras el mensaje en la puerta: uno de sus vecinos cree que ahí realizan rituales satánicos.

Hace poco acompañé a N. a ayudar con una infestación de ácaros en una comuna relativamente cercana. Ahí conocí a M. un joven de no más de 19 años proveniente de una lejana región oriental de la Federación. Mientras N. trabajaba, estuvimos jugando cartas en el living, donde pude ver otros habitantes de la comuna.

Y aquí es donde debo detener el relato. No sé hasta qué punto puedo relatar todo lo que me confiaron. No sé hasta qué punto mi relato puede ser acusatorio. Cuando decidí que era tiempo de viajar a San Petersburgo, donde estoy actualmente, escribí en un grupo de comunas de Telegram por ayuda para hospedarme. Y si bien me respondieron y sí me pude quedar en una comuna durante mis primeros días aquí, también recibí mensajes de un supuesto periodista que quería hacerme un par de preguntas. No sé hasta qué punto las comunas organizan una contracultura en este país cuyas leyes norman las relaciones interpersonales. No sé hasta qué punto estoy siendo servil al poder al exponerlos.

La única razón que considero válida para darles a conocer todo esto es que creo que deberían ser imitadas en nuestros países.