Mi última semana en Marruecos la pasé en un hostal en Casablanca. La habitación compartida tenía seis camas y carecía de casilleros. Pero era el hostal más barato que encontré e incluía desayuno así que no podía quejarme realmente. Al menos contaban con una consigne en la cual podía guardar mi mochila cuando salía a recorrer la ciudad.

Durante la segunda noche, no sé bien a qué hora, llegó un nuevo huesped a mi habitación, Andrei, un ruso, quien se terminó por convertir en mi partner por los días en que estuve ahí.

Juntos descubrimos la ciudad, realizando pequeñas misiones como encontrar una lavandería o dar con djellabas baratas para comprar. Junto a él recorrí el barrio Habous, donde se encuentra el nuevo souk de la ciudad, un barrio obrero al lado de la medina cuyo nombre no recuerdo (porque o invisibilizamos o estigmatizamos tales espacios, y yo soy partícipe de ello), la mezquita Hassan II y la capital, Rabat, que está a una hora en tren.

Nos unía el consumo de tabaco, la fotografía urbana, el trabajar remotamente en el área digital, la soledad de estar lejos de casa y la necesidad de conectar que esta trae consigo.

Alguna vez, tiempo atrás, caminando trasnochados por Ñuñoa junto a Soler y otras almas, recuerdo decir que las personas rotas tendían a encontrarse. Creo que en parte por eso nos hicimos amigos. Hubo un par de momentos donde nuestra conversación dio un giro intimista y la verdad es que no supe como abordar ni ahondar en ello. Porque hacer hablar al otro es también abrir la herida.

Bien sé que siempre tendremos Casablanca y Rabat como recuerdo común. Y la verdad es que es lo único a lo que puedo aspirar. El saber que en algún momento en el tiempo, no me sentí tan solo.

Hombre caminando por un parque botánico
Andrei caminando por el Jardín de Ensayos Botánicos de Rabat