Hay miedos que se heredan. Como el miedo a los temblores. Mi hermana adquirió esa fobia cuando sintió la reacción de mi abuela frente a uno. El terror se propaga por el aire y puede ser tan potente como para generar la misma respuesta emocional frente a su catalizador.

No recuerdo en qué momento comencé a sentir miedo al estar en la mar. Temor a adentrarse tanto que después se me hiciera imposible volver. Un respeto que se mantiene por la posibilidad de morir en él.

Si además consideramos lo frío que es la mar que baña las costas chilenas, sumado a las veces que me insolé por exponerme sin bloqueador, ir a la playa nunca fue un destino de mi preferencia.

Las aguas del Atlántico han cambiado mi percepción sobre la mar. Descubrí que sí puede ser divertido bañarse en ella, que sí puedo confiar en mí y mi instinto frente a un oleaje particularmente agresivo.

Son experiencias puntuales las que han generado ese movimiento intestino, como refrescarse en las aguas de Copacabana durante una ola de calor o remar al punto en que las olas nacen sobre una tabla de surf en las playas de Taghazout.

Y son experiencias teñidas por un fuerte factor emocional. Son las personas con las que compartí ese instante en el tiempo las que transfiguran los recuerdos que tengo del espacio.

Vídeo promocional descartado para la publicidad que realicé para Azul Guest House.