Mi primer mes en Marruecos ha girado en torno a la vida de hostal: el caos de los dormitorios, las relaciones fugaces, la cháchara (qué palabra tan fea pero precisa) y, de tanto en tanto, conversaciones profundas con gente que no verás nunca más. Los juegos de mesa, el humo que se acumula en las terrazas cerradas de los riads y las discusiones simultáneas en lenguas varias que se mezclan con la música y los llamados a orar. El organizarse para almorzar, el transmitirse tips de supervivencia y el recorrer los alrededores de una ciudad nueva, siempre nueva.
Mi segundo mes será completamente distinto. Estoy realizando un trabajo voluntario en un lugar hermosísimo, ubicado en la mitad de la nada, cerca de Marrakech. Es un centro que realiza retiros para yoguis, el cual cuenta con varias habitaciones, salas de yoga (obviamente), cocina, cancha de tenis, piscina y áreas verdes por doquier. Tiene incluso un pequeño jardín japonés al fondo, junto al terreno cultivable y las colmenas de abejas.
Por primera vez en este viaje tengo un cuarto privado con baño y estoy comiendo copiosamente tres veces al día. Pero también es primera vez que no tengo con quién conversar.