El terremoto de Algarrobo de 1985 afectó fuertemente a mi ciudad natal, Melipilla, al punto que Mario Kreutzberger organizó la campaña Chile Ayuda a Chile para levantar la ciudad nuevamente.
Viví rodeado por las ruinas de los espacios que alguna vez conformaron la ciudad, desde el mercado de animales y la copa de agua hasta la estación de trenes. Las columnas y muros que se mantuvieron en pie fueron eventualmente demolidos a medida que la demanda por espacio crecía en la avenida Vicuña Mackena.
Nunca se pensó en su restauración, menos aún en su conservación. Eran ruinas de un pasado tan cercano que lo único que lograban reflejar era la ineptitud de quienes levantaron sus estructuras.
Veinticuatro siglos nos separan de la fundación de Volubilis (ولياي pa’ los amigos) cuyas ruinas se ubican cerca del pueblo de Moulay Idriss, al norte de Meknès. Veinticuatro siglos que les otorgan misterio y provocan fascinación por una cultura que consideramos (o mejor, nos inculcan a llamar) madre de la “civilización occidental”.
El fascismo y su obsesión con el mundo grecolatino nos quiere hacer creer que los límites actuales de lo que consideramos como “civilizado” se mantenían en el pasado. Sin embargo, las ruinas (esas que sí son dignas de preservar) nos recuerdan que el pasado mismo es más complejo que lo que la propaganda política pretende.
Y es que en la cartografía de los discursos, el peso del tiempo otorga fuerza y sustenta las ideas que se quieren promover. Si existen ruinas dignas de conservación es porque se puede obtener provecho de ellas, ya sea económico (tuve que pagar 70 dirhams) o discursivo.
