La estructura de las ciudades responde a las relaciones de poder entre sus habitantes. La distribución de servicios, la declaración de un barrio patrimonial, la prohibición de construir en altura o la ubicación de una autopista o una línea de tren son medios por los cuales las ciudades logran levantar muros entre su población en pos de la protección de una parte de ella.

Sin embargo, esto no significa que sus ciudadanos se deban sentir necesariamente excluidos de ella. Aunque sea meramente en un plano simbólico, las ciudades pueden hacer sentir parte del todo a su población marginada. Y esto es mediante la uniformidad. Bogotá y Medellín son ciudades color naranja por el ladrillo a la vista de sus predios, naranja que contrasta con el verde de los cerros que las circundan.

El uso del ladrillo, como material de construcción, responde a la necesidad más que a la vanidad para gran parte de las construcciones autogestionadas e informales que son parte de la ciudad. Pero se convirtió en una estética compartida por el establishment durante la decada de los setenta y los ochenta¹.

En ciudades como Santiago el ladrillo está fuertemente asociado con construcciones precarias y periféricas, principalmente por los proyectos habitacionales que el Estado promovió durante la década de los noventa. Es el estigma asociado el que impide exponer el ladrillo y se recurre a su recubrimiento.

Donde Medellín logra generar identidad e integración mediante la continuidad visual, Santiago sigue siendo incapaz de hacer sentir partícipe a los márgenes que suplen y satisfacen sus necesidades.