Hace una o dos navidades, se estaban vendiendo gifcard para asistir a talleres de escritura. Osadía o desubicación capitalista, fue otra manifestación más, de cómo la literatura ha ido generando un vínculo indisoluble con el mercado, y cómo las tradicionales formas de ser autora o autor han ido cambiando con los años. He seguido de cerca el debate planteado por la crítica Lorena Amaro, con quien discrepo en algunos puntos, pero a quien valoro la iniciativa de abrir esta discusión necesaria.
Daré un ejemplo autorreferente con el fin de entregar datos acerca de las prácticas del sistema. Cuando entré al mundo literario, hace unos nueve años atrás, en el panorama había muchas más poetas que narradoras. Y esto generaba en las editoriales el deseo contrario. Existía avidez por publicar mujeres que escribieran narrativa, hablando sobre los cambios visibles de la sociedad chilena. En ese momento, tuve la suerte o la desgracia de publicar uno de los primeros libros de editoriales independientes que vendió miles de ejemplares, hecho que no se tradujo en ningún tipo de mejora de mi sistema económico, ya que no me pagaron derechos de autor por cuatro años, y de haberlos recibido, me hubiese llevado solo el 10%. Luego de esa publicación, la lógica de mercado señalaba que debía escribir un texto más largo, que ampliara la cosmovisión propuesta. Se decía que el cuento era el pariente pobre de las novelas, y si no tenía una en camino, difícilmente podría permanecer. Utilizaban la figura del temblor de manos en la página cien. Si era capaz de pasar esa cifra y salir airosa de sostener las tramas hasta el final, tendría la chance de que no se me tildara de poca pericia narrativa y falta de originalidad. Las EIRLS literarias tenían como objetivo abrirse camino, fidelizar lectores y llegar a los medios de comunicación masiva. Era mucho más difícil ser publicada en transnacionales en ese momento, tan solo porque no veían mercado posible para libros extraños, para autores emergentes o con algún tipo de variación en su estructura.
Las recomendaciones de los editores a veces transgreden los límites no solo de la originalidad de la autora o el autor, sino también de la búsqueda artística genuina. No solo hay un tormento o dificultad por cerrar bien una obra, sino por la posibilidad de que ese libro signifique algo para alguien, el resistir con la mayor entereza la crítica del estilo farándula de diario, que va a tirar los dardos a tu cara y no necesariamente a tu obra.
La falta de medios para la crítica literaria o lugares que la sustenten ha implementado un vergonzoso sistema de lectura semanal donde todo queda en frases deshilvanadas de la trama, que fuera de contexto dan pie para construcciones ideológicas sustentadas como modelo de prueba. Bajo ese parámetro, todo aquello que se escapa de la norma, aun cuando sea desde la supuesta subversión de lo hegemónico, lanza un código de error que termina ridiculizando al autor o autora. Como esto es una práctica sostenida en el tiempo, los asistentes a talleres literarios que leen el sistema antes de participar activamente en él, llegan con estas lógicas instaladas. Últimamente he comprobado que lamentablemente estos vicios también están en algunos de los discursos feministas, que, haciendo uso del cliché y la propaganda, reducen la discusión a una etiqueta, a un slogan sin posibilidad de ser examinado o discutido. La suma de los estándares con gestos vacíos que pretenden ser antipatriarcales, van haciendo predecible el camino para los lectores, generando escritores en sobreadaptación para ser aceptados y no quedarse en la exclusión.
Las editoriales tienen claro hoy, que libros escritos por mujeres, para mujeres, con personajes femeninos o pertenecientes a la comunidad LGBTQ van a vender más. Y volviendo al punto de Lorena Amaro, varias escritoras, o de frentón influencers a las que les escriben los libros, son sin darse cuenta, utilizadas por el sistema. Desde mi punto de vista, las escritoras no estamos siendo invisibilizadas por el patriarcado sino todo lo contrario, esta excesiva fanfarria nos debe llevar a mirar el asunto con detención. En ese escenario hay que buscar otras salidas, porque el punto no es solo cuánto se aparece o no en redes sociales y en si se paga publicidad para un taller o un libro. El asunto es que todo este circuito que rodea la obra también merece una cirugía mayor, una demolición, una crisis profunda que genere movimiento.
Estas temáticas que cuando se habla de ellas se repite hasta el cansancio lo de su supuesta invisibilidad, han circulado igual, aunque sea de mano en mano. De hecho, en 1965 ya se publicó un buen ejemplo: “El cuento femenino chileno”, una antología donde aparecieron escritoras consagradas como María Luisa Bombal y Magdalena Petit, pero donde también compartieron espacio textual con escritoras que no publicaron mucho más que solo un cuento. Pensemos también en Pedro Lemebel, que hizo su obra en los momentos más pechoños y difíciles políticamente en el país. La escritura de mujeres se ha sostenido y se va a seguir sosteniendo más allá de la preocupación de las editoriales, las tiendas, las marcas y los medios. La pregunta que cae de cajón para hacerse y que la mejor respuesta es siempre individual. ¿Para qué estoy escribiendo? ¿Para quién estoy escribiendo? ¿Tengo realmente algo nuevo que decir o solo necesito ser vista?
No quiero generar un descrédito sobre la obra de Paulina Flores bajo ningún punto, pero creo su caso es ejemplar en términos de lo que las estrategias del mercado generan alrededor de una autora. Su libro “Qué vergüenza”, la llevó a ser portada de revistas de moda, invitada a canales de televisión y una cantidad arrolladora de prensa, fenómeno extraño para quien destacó por su mirada discursiva. El periodismo y la gestión cultural se apropiaba de sus ideas, instalando un grupo de mujeres cuentistas nacidas en los 80, donde también caigo por haber nacido en la misma fecha. La prensa nos llamó “Las nuevas chicas del barrio”, y en las mesas de conversación ha sido frecuente que nos pregunten qué tenemos en común, intentando crear una nueva generación de autoras. En esas instancias me viene insistentemente la misma reflexión: ¿Qué podría yo tener que ver con mi vecino más allá del terreno habitado o haber llegado a vivir en la misma fecha? En el mejor de los casos podríamos ser amigos, o tener los mismos ideales, pero nada dice que tengamos muchas cosas en común o que tengamos que ser analizados bajo los mismos prejuicios que dan paso a las teorías. Tal vez lo único bueno de que nos hayan agrupado a todas juntas, es que se dejó de ver a Ñuñoa como el mayor escenario posible para cualquier novela o libro de cuentos.
El camino literario, sobre todo para las escritoras de narrativa, está lleno de anzuelos, cebos o transacciones de imagen, que muestra de manera fehaciente, que la industria para seguir creciendo necesita apropiarse de autores y autoras-marca. Esto ocurre también en la poesía, pero de manera diferente, porque ahí opera la consolidación del catálogo, los premios entregados por el Ministerio de cultura y la compra de ejemplares a las bibliotecas públicas. Esto ocurre tanto en transnacionales como editoriales independientes, donde las redes sociales han sido el principal canal de venta de estos libros, junto a las ferias literarias, democratizando muy entre comillas, el que un autor o autora sin prensa, pueda gestionar sus contenidos.
Tal vez, lo que molesta con relación al mercadeo del propio autor en redes, sea el que en algunos casos se torne excesivo, cuando ya hay respaldo de parte de universidades, medios de comunicación o instituciones, que evidencia por defecto, la precarización del trabajo cultural del país y las diferencias sociales. En ese escenario, muchos y muchas caen en la práctica inadvertida de darse codazos, o subirse a una silla para gritar más fuerte.
La creatividad de la manutención lleva a que autores y autoras casi sin obra, se arriesguen a dar un taller literario, cayendo en los decálogos o en la lectura sistemática de cuentos trillados, o en el marketing de la lectura de autoras chilenas para participar de la contingencia, a que un autor invite todas las semanas un colega para hacer uso del comodín de relleno de contenido, tras la máscara de “dar visibilidad a la obra”; a que un libro que podría pasar sin pena ni gloria, por gestión de su autora pagando a un periodista, pueda terminar influyendo y ganándose premios.
Existen tantas estrategias como autores en este momento. Podríamos preguntarnos por qué se le añade a la escritura la presión de dar de comer a un autor. Para algunos es la única alternativa, lo que no quita que lo más importante sea siempre la obra, con el respeto, la admiración y la vergüenza de saber que tal vez nunca se alcance eso que es intangible en la lectura, pero que al mismo tiempo es el motor de la escritura. Imponer el modelo antiguo del escritor fuera de las redes como un ejemplo de calidad, también me parece erróneo. El campo, al igual que la ciudad, también está lleno de pésimos escritores, e incluso grandes autores cuando se retiraron de la urbe, escribieron textos nefastos, porque el ego está en la obra en sí, en tanto funciona como un espejo que devuelve imágenes distorsionadas del yo y del ambiente.
El autobombo, una práctica de percusión ensordecedora incluso para quien la práctica, puede derivar en un recurso más elegante, como la ejecución de un triángulo en una orquesta, gesto único pero preciso si es que se sabe utilizarse.
Imagen: Tracey Emin